Las palabras de la empresaria Altagracia Gómez sonaron como brisa de mar en el Museo Nacional de Antropología, ¿Cómo no apostarle a un país con tanta riqueza, bellezas naturales e historia? ¿Cómo no apostar por nuestro presente y porvenir? ¿Cómo no apostarle a lo nuestro, para dejar un legado?
Parece un contrasentido, pero como sociedad pecamos de malinchistas, quisiéramos ser españoles pero negamos el mestizaje; apostamos al Barça o al Madrid pero en realidad llevamos tatuado al América, al Chivas o hasta al Cruz Azul; buscamos entre nuestros antepasados algún vínculo lejano Sefardí para tener pasaporte extranjero, aunque seamos más nopales que el nopal.
Somos polifacéticos, somos comodinos, al grado de vestir ropa de marca sin considerar que al menos hay diez diseñadores mexicanos en la lista Vogue.
Bajo esta contradicción hablar de que «es la hora del pueblo y los plebeyos» no tiene sentido, cuando aquellos que los pregonan viven de los privilegios, el privilegio de gozar beneficios fiscales uno de ellos y el más socorrido; el privilegio de buscar ventajas frente a la competencia desde el gobierno; el privilegio de acomodar a parejas y familiares en nóminas gubernamentales; el privilegio de recibir emolumentos en el servicio público, sólo por el sublime amor patrio.
A ello sume que el 41% de las empresas en México, incluyendo las de capital extranjero, decidieron frenar sus inversiones para 2025, según @KPMG. La razón, ciertamente la incertidumbre por el cambio de gobierno, la volatilidad económica global, la coyuntura con el vecino del norte y la creciente desconfianza en el sistema jurídico. Y aunque el #PlanMéxico parece ser la ruta de navegación correcta para promover la relocalización, sustituir las importaciones apostando a que lo «Hecho en México» es bien hecho y con ello crear mayores polos de desarrollo regional, no deja de ser sólo una carta de buenas intenciones, pues detrás de toda buena intención existe siempre un interés velado.
«Seamos realistas, pidamos lo imposible», como sostenía el filósofo Herbert, pues lo imposible es también una manera de intentar esconder que en realidad no se sabe lo que se quiere, aunque tengamos como sociedad la capacidad de dar y construir auténticos polos de desarrollo, fuera de la cultura de la ventaja, pero eso no sucederá aunque así lo decidiéramos.
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